viernes, 15 de julio de 2011

Rehab, I say no, no, no!

Amo los atardeceres magenta entre montañas de esta ciudad. Me gustan los colores de las paredes de mi cuarto. Me gusta que los camiones de aquí tengan clima y no pongan música. Pero extraño profundamente los días fríos y las calles del D.F. cubiertas de granizo en pleno Junio. Extraño mi ventana y, aún acostada, buscar figuras en las nubes. Extraño mi Metro y el olor a palanqueta quemada al frenar. Extraño ponerme mi sweter favorito, cualquier mes del año.  Me entristece tener que prender el ventilador todas las noches para mitigar el calor. Lloro, cuando una gota de sudor me recorre el cuello. Me quisiera dormir con Fender en el piso al sentir mi cama caliente.

Sí, todo eso son pendejadas. Y todo es tolerable. Incluso las distintas etapas, mañas, obsesiones y genios de mis 3 nuevos roomies.

A poco más de 8 meses de haber dejado el D.F. me sigue doliendo como el primer día en que la idea cruzó por mi cabeza. Y dudo que eso cambie pronto.

Porque: no son los 42 o 20 grados centígrados. No son los 10 o 3 pesos de camión. No son las paredes o ventanas. No son los 500 o 2200 msnm.

Esa es la parte sencilla.

La parte pesada, dura y profundamente desafiante, es sobrellevar el silencio.

Tengo algunas semanas tratando de pasarme un nudo que tengo en la garganta, que como es costumbre, había tratado de evadir. Y en ese evadir bloqueé las conexiones cabeza-corazón-cuerpo,  de ahí el silenció que éste blog había mantenido hasta ahora.

Hace unos días recibí un mensaje de Ricardo al celular que, sin saber que estábamos (todas las Evas) en etapa evasiva, reconectó todo. Casi casi  como recap al estilo de Shyamalan. Entonces supe qué fue lo que me había puesto así.

La nostalgia y añoranza de una tarde de desfile gay. Y del sabor a hogar de un venti-chai-soya. Por muy trendy que pueda sonar.  

Explico:
Uno de los escenarios más comunes mientras viví en el D.F. fue:
DJ, Ricardo y yo, sentados alrededor de una mesa de algún café (realmente cualquier lugar o momento). Particularmente en la calle de Gante 5 o 6 horas. Nuestras mentes libremente desnudas, resolviendo el mundo a nuestro modo; como siempre, platicando de nada. Tomando una taza de café (o varias), o lo que cada quien entendiera por “taza de café”.  Espantando vecinos de mesa, una y otra vez.
(Permanece aún como misterio -ajá!- si los vecinos de mesa, se iban porque escuchaban lo que platicábamos o porque desde un inicio, no estaban dispuestos a pasar tanto tiempo ahí.)

Sin embargo, sin planearlo así, un año tras otro, por distintas razones estuvimos ahí el día del desfile del orgullo gay.  Rodeados de gays en todas sus versiones, aversiones y distorsiones, desfilando hacia el Zócalo. Y de regreso.
Con la sorpresa de que por muy openmind que pueda ser ese tipo de público, también ellos terminaban mudándose de mesa.

Eventualmente por tradición, no con ellos, sino con nosotros, estábamos ahí el día del desfile. Con el reto de espantar a los vecinos de mesa, una y otra vez.

Ahora que he estado lejos me doy cuenta de que  resulta estúpidamente difícil  encontrar a alguien con quién puedas decir las cosas tal y como pasan en tu mente. Sin tener que explicar porqué pasan así y porqué ese tipo de cosas.

La soledad de pareja es algo con lo que ya aprendí a vivir.

Éste tipo de soledad,  la de exceso de silencio, la de tener que cuidar lo que digo y con quién lo digo, de no poder dejar salir las ideas tal como las pienso, de tener que mantener la mente amarrada y vestida, no la había probado, ni siquiera cuando recién me mude al D.F. 

Probablemente sea que ahora sí me da flojera el borrón y cuenta nueva. Flojera de tener que leerle el libro a alguien. O de explicarle la ecuación y porqué llegó a ese resultado.
Lo siento, no tengo espíritu de maestra… quizá sólo la pinta de maestra regañona, pero no más.

Entre tantos millones de personas me encontré varias, que hablaban el mismo idioma que yo. Con ellos no había que llegar y decirle: “Hola me llamo Eva” mientras le entregaba manual y diccionario. No.  Simplemente hablé y nos entendimos.

Obviamente llevó tiempo encontrarlos, pero parece que hubieran estado conmigo toda mi vida.

Uno fue capaz de verme correr en círculos, en calzones, aterrorizada por un temblor y no me perdió el respeto.
Otro que me perdonó ser estúpida y romperle el corazón, fue el mejor amigo y me llevó al que hasta ahora, es uno de los mejores conciertos en mi vida. A quien por cierto no puedo presumirle mis tenis y sé que le gustarían mucho.
Otra a la que entre pláticas le compartí mi faceta de horrible persona y en lugar de alejarse, me escuchó para aprender de ello.

Probablemente sea como adicción a poder ser completos y transparentes, sin esconder nada. A estar rodeada de personas que te saben leer.

Y no es que ya no tenga contacto con ellos, sólo que no es lo mismo hablarle a una diadema o teléfono, que verlos a los ojos, (mientras los ruedan) después de hacerles una travesura o mientras todos nos reímos por los 10 vasos que alguno dejó a medio tomar en la borrachera del día anterior.

He de aclarar que mi cordura (si acaso hay tal)  no se mantendría, de no ser porque vivo acompañada de una de las mejores amigas, que además es mi hermana. Sin ella, sin su escuchar, sin sus abrazos, sin su risa, sin su entender, me habría regresado al D.F. a las dos semanas de haber llegado a Monterrey.

Cuando estaba apunto de abandonar la misión y decidir apechugar y también aceptar este tipo de soledad. Vi una luz en el túnel. Y ahora se que aquí también hay gente como yo. Ya me encontré con uno. Quizá solo haya que ser más paciente y buscar mejor.

Pero de algo pueden estar seguros: voy a encontrar a los adictos de esta ciudad.
Y no me rehabilitaré de la adicción de ser sin ocultar.